Floyd acaba de ganar una competición culturista local, derrotando a Nick, su rival de mucho tiempo. Floyd está muy contento. Nick, callado, sin expresión, pero por dentro desearía estar ya en casa. La mañana siguiente, Floyd se apunta a una competición nacional. Nick deja de competir durante un año entero.
Cualquiera que vea competir regularmente hombres —sea en ajedrez, rugby o halterofilia— acaba por observar un modelo: los ganadores siguen compitiendo y también suelen seguir venciendo. Sin embargo, los perdedores tienden a lamerse sus heridas cuando no se retiran completamente.
Una de las razones de la diferencia puede ser hormonal. Los investigadores han descubierto que los niveles de testosterona de un hombre suelen elevarse antes de una competición cara a cara, y se reducen después de ella, dependiendo, sobre todo, de si se pierde o si se gana.
Que la testosterona contribuye al impulso competitivo masculino es obvio. Y ese efecto arranca de los orígenes de la biología humana. Los psicólogos evolucionistas dicen que el deseo masculino de prevalencia era una estrategia reproductora importante nacida en los tiempos primitivos. A través de los tiempos, los hombres que podían dominar a otros hombres —fuera a través de la fuerza bruta o del ingenio— conseguían un status social más elevado.
Ese status les proporcionaba un acceso superior a las mujeres, lo que les facilitaba copular con más frecuencia y enviar su ADN a nuevas generaciones.
Hoy día, el impulso que conduce a un hombre a derrotar a sus compañeros al poker, el baloncesto o, incluso, en la conversación es parte
Cualquiera que vea competir regularmente hombres —sea en ajedrez, rugby o halterofilia— acaba por observar un modelo: los ganadores siguen compitiendo y también suelen seguir venciendo. Sin embargo, los perdedores tienden a lamerse sus heridas cuando no se retiran completamente.
Una de las razones de la diferencia puede ser hormonal. Los investigadores han descubierto que los niveles de testosterona de un hombre suelen elevarse antes de una competición cara a cara, y se reducen después de ella, dependiendo, sobre todo, de si se pierde o si se gana.
Que la testosterona contribuye al impulso competitivo masculino es obvio. Y ese efecto arranca de los orígenes de la biología humana. Los psicólogos evolucionistas dicen que el deseo masculino de prevalencia era una estrategia reproductora importante nacida en los tiempos primitivos. A través de los tiempos, los hombres que podían dominar a otros hombres —fuera a través de la fuerza bruta o del ingenio— conseguían un status social más elevado.
Ese status les proporcionaba un acceso superior a las mujeres, lo que les facilitaba copular con más frecuencia y enviar su ADN a nuevas generaciones.
Hoy día, el impulso que conduce a un hombre a derrotar a sus compañeros al poker, el baloncesto o, incluso, en la conversación es parte