El vencedor del «Arnold Classic» recibiría 100.000 dólares y un total de 250.000 para repartir entre hombres y mujeres.
Ciertamente, se trataba de sumas suficientes para impresionar a los mejores y más orgullosos de nuestro deporte, sobre todo a Flex Wheeler, renacido de su gravísimo accidente.
Según la opinión de la inmensa mayoría de los espectadores y aficionados, Flex era invencible, ya que había ganado todas las competiciones profesionales donde fue invitado, excepto su segundo puesto ante Dorian Yates en el Mr. Olympia 93. Lo que Flex no llegó a considerar es que el Arnold Classic y Michael Francois tenían por su parte un destino manifiesto.
El propio Francois tenía bastantes cosas que decir al respecto. Por el año 1989, cuando Michael estudiaba para ser sacerdote, él y su chica de «contrabando» paseaban por el exterior del «Veterans Auditorium» cuando se celebraba el primer Arnold Classic. Vieron una puerta abierta, se metieron adentro y Michael descubrió su auténtica llamada.
Ahora había dispuesto su destino ante un climax insospechado. Esa noche, la del 4 de marzo de 1995, Michael celebraría su trigésimo aniversario frente a su familia y amigos, mientras se enfrentaba contra la celebridad más formidable y publicitada de nuestro deporte. Para M¡-chael, obtener aquí la victoria le supondría un final de fantasía que ni siquiera podría ofrecerse dentro de los sueños más disparatados de Hollywood.
A medida que los 14 competidores fueron ocupando su puesto en el escenario, se podía sentir lo que pasaba. Casi todos ellos se habían alimentado bien durante su periodo de crecimiento del año pasado. Y después, habían añadido más forma y relieves más acusados.
Grandes culturistas, grandes celebridades de todo tipo, un gran espectáculo —quizás parte de la razón estaba detrás del incremento de la «visibilidad» de Arnold durante este año—. Siempre aseguró que la razón por la que vino a los Estados Unidos fue «porque todo era grande: edificios grandes, gran país, gran riqueza, grandes oportunidades», y ahora en su propia competición estaba exhibiendo el mismo espíritu de grandeza que le había ayudado a conquistar su importante porción del reino de la fama y el dinero.
Arnold parecía estar más implicado en esto que nunca lo había estado y su sentido del humor era incluso más corrosivo. Se le veía dinámico, disfrutando cada minuto del espectáculo y sin separarse jamás de él. Año tras año, agudiza su ingenio y pule su carisma hasta el punto en que su presencia bismarckiana y su gloriosa y sardónica sonrisa son suficientes por sí mismas para dejar embelesados a todos los espectadores.
Su excepcional maestro de ceremonias volvió a ser Lonnie Teper, que ha desarrollado un estilo propio de presentación. Esta vez volvió a utilizar su persistente muletilla: «Si es que tenéis agallas», dirigiéndose nada menos que a Lou Ferrigno y a Franco Columbu con la intención de que se despojasen allí mismo de sus camisas y apuntando hacia Dorian Yates y Lee Ha-ney con la intención de que subieran ambos a posar.
Ciertamente, se trataba de sumas suficientes para impresionar a los mejores y más orgullosos de nuestro deporte, sobre todo a Flex Wheeler, renacido de su gravísimo accidente.
Según la opinión de la inmensa mayoría de los espectadores y aficionados, Flex era invencible, ya que había ganado todas las competiciones profesionales donde fue invitado, excepto su segundo puesto ante Dorian Yates en el Mr. Olympia 93. Lo que Flex no llegó a considerar es que el Arnold Classic y Michael Francois tenían por su parte un destino manifiesto.
El propio Francois tenía bastantes cosas que decir al respecto. Por el año 1989, cuando Michael estudiaba para ser sacerdote, él y su chica de «contrabando» paseaban por el exterior del «Veterans Auditorium» cuando se celebraba el primer Arnold Classic. Vieron una puerta abierta, se metieron adentro y Michael descubrió su auténtica llamada.
Ahora había dispuesto su destino ante un climax insospechado. Esa noche, la del 4 de marzo de 1995, Michael celebraría su trigésimo aniversario frente a su familia y amigos, mientras se enfrentaba contra la celebridad más formidable y publicitada de nuestro deporte. Para M¡-chael, obtener aquí la victoria le supondría un final de fantasía que ni siquiera podría ofrecerse dentro de los sueños más disparatados de Hollywood.
A medida que los 14 competidores fueron ocupando su puesto en el escenario, se podía sentir lo que pasaba. Casi todos ellos se habían alimentado bien durante su periodo de crecimiento del año pasado. Y después, habían añadido más forma y relieves más acusados.
Grandes culturistas, grandes celebridades de todo tipo, un gran espectáculo —quizás parte de la razón estaba detrás del incremento de la «visibilidad» de Arnold durante este año—. Siempre aseguró que la razón por la que vino a los Estados Unidos fue «porque todo era grande: edificios grandes, gran país, gran riqueza, grandes oportunidades», y ahora en su propia competición estaba exhibiendo el mismo espíritu de grandeza que le había ayudado a conquistar su importante porción del reino de la fama y el dinero.
Arnold parecía estar más implicado en esto que nunca lo había estado y su sentido del humor era incluso más corrosivo. Se le veía dinámico, disfrutando cada minuto del espectáculo y sin separarse jamás de él. Año tras año, agudiza su ingenio y pule su carisma hasta el punto en que su presencia bismarckiana y su gloriosa y sardónica sonrisa son suficientes por sí mismas para dejar embelesados a todos los espectadores.
Su excepcional maestro de ceremonias volvió a ser Lonnie Teper, que ha desarrollado un estilo propio de presentación. Esta vez volvió a utilizar su persistente muletilla: «Si es que tenéis agallas», dirigiéndose nada menos que a Lou Ferrigno y a Franco Columbu con la intención de que se despojasen allí mismo de sus camisas y apuntando hacia Dorian Yates y Lee Ha-ney con la intención de que subieran ambos a posar.